Así nace (y se hace) un buen vino.

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El vino es mucho más que una simple bebida; es el resultado de una alquimia perfecta entre la naturaleza, el esfuerzo humano y el tiempo. Cada botella que llega a la mesa es el reflejo de un proceso que comienza mucho antes de que las uvas sean recogidas.

Descubrir cómo nace y se hace un buen vino significa sumergirse en un mundo donde el suelo, el clima, la vid y la mano experta del viticultor se entrelazan para crear algo único.

¡Vamos a conocerlo juntos!

El origen está en la tierra.

El suelo donde se planta la vid es algo más que un simple soporte: es el corazón invisible que aporta personalidad al vino. Esta tierra puede ser muy distinta dependiendo de la región y eso influye directamente en cómo crecen las uvas y qué sabores transmiten. Verás:

Un suelo arcilloso retiene mucha agua, lo que puede ayudar en periodos secos, pero también puede hacer que la vid crezca demasiado vigorosa y que las uvas no concentren sabores intensos. En cambio, un suelo arenoso drena rápido el agua y obliga a la planta a trabajar más para encontrar nutrientes, lo que puede ayudar a concentrar aromas y dotar al vino de una sensación más ligera y fresca.

Por otro lado, se debe tener en cuenta la composición mineral del suelo:

Los suelos ricos en calcio, como los calcáreos, favorecen una acidez más marcada en las uvas, algo esencial para vinos blancos que buscan ese punto de frescura. En otras zonas, donde predominan los suelos volcánicos o con abundancia de minerales, los vinos adquieren un carácter más complejo y minerales, un sabor que muchos amantes del vino valoran porque aporta una “firma” muy particular.

Además, la profundidad y la estructura del suelo determinan hasta dónde pueden crecer las raíces de la vid. Raíces que penetran más profundo encuentran capas de tierra con diferente composición, humedad y temperatura, lo que influye en la maduración y en cómo la planta se adapta a condiciones adversas como sequías o frío. Es por eso que los viticultores estudian con detalle el suelo antes de plantar, buscando ese equilibrio perfecto entre nutrición y estrés que permitirá que la uva exprese su máximo potencial.

El clima que moldea la uva.

El clima es otro aspecto muy decisivo para las uvas, según estas bodegas cerca de Valladolid, ya que argumentan que:

  • El clima es otro elemento que moldea sin descanso la uva y su destino final.

Los días soleados y cálidos ayudan a que las uvas acumulen azúcares, mientras que las noches frescas se encargan de conservar la acidez y los aromas frescos que luego hacen que el vino sea equilibrado y agradable. La variación térmica diaria, es decir, el contraste entre el día y la noche, es muy apreciada porque favorece la complejidad aromática y la estructura del vino.

  • Las lluvias también juegan un papel delicado.

Un exceso en el momento equivocado puede diluir la concentración de los jugos, favorecer enfermedades como el mildiu o el oídio, o hacer que las uvas se pudran. Por otro lado, la sequía controlada puede favorecer la concentración de sabores, aunque debe ser moderada para que la planta no sufra demasiado.

  • La orientación del viñedo también cuenta.

Viñas plantadas mirando hacia el sur o suroeste suelen recibir más sol y madurar antes, mientras que las orientadas al norte pueden tener una maduración más lenta y conservan mejor la acidez.

La vid, una planta que necesita mimo.

Aunque parece una planta sencilla, la vid exige un trato muy cuidadoso durante todo el año:

En invierno, se realiza la poda, una práctica que parece muy dura porque se recortan muchas ramas, pero es vital para que la planta concentre su energía en los brotes nuevos que darán las uvas. Un buen tamaño y forma del viñedo también favorecen la circulación del aire, lo que reduce riesgos de enfermedades.

Con la llegada de la primavera, la vid comienza a despertar. Durante esta época es fundamental protegerla de posibles heladas o de plagas como los pulgones o la araña roja, que pueden debilitarla y afectar la calidad de la uva. Para ello, los viticultores suelen usar técnicas naturales para mantener el equilibrio del ecosistema, como fomentar la presencia de insectos beneficiosos o usar productos ecológicos para cuidar el medio ambiente.

Durante el verano, la atención se centra en controlar el crecimiento, realizando trabajos en el viñedo para que las hojas no tapen en exceso los racimos y permitan que las uvas maduren con buena ventilación y sol directo. En muchos casos, se limita la cantidad de racimos por cepa para que la planta no se sobrecargue y concentre toda su energía en menos frutos, que serán más ricos y sabrosos.

El momento de la vendimia.

Escoger el instante adecuado para recoger la uva es un arte en sí mismo: para saber cuándo están en su punto, los viticultores miden diferentes parámetros, pero uno de los principales es el equilibrio entre el azúcar y la acidez. Una uva demasiado verde tendrá mucha acidez y poco azúcar, y dará lugar a vinos duros y poco equilibrados. Si la uva se recoge demasiado tarde, puede perder frescura y volverse demasiado alcohólica o pesada.

Además de la composición química, el estado sanitario de la uva es fundamental. Las uvas deben estar sanas, sin daños por insectos o enfermedades, y en perfectas condiciones para evitar problemas durante la fermentación.

La vendimia puede hacerse a mano, que es la forma más tradicional y cuidadosa, ya que se centra seleccionar los racimos uno a uno y evitar que se aplasten, lo cual es especialmente relevante para la creación de vinos de alta gama. Sin embargo, también destaca la vendimia mecánica, ya que acelera el proceso, lo que es práctico en grandes viñedos, pero puede resultar menos delicada con la uva.

Sea como sea, la forma y el momento de la recogida influyen en la calidad final, y cada bodega toma sus decisiones según el estilo de vino que busca, la variedad de uva y las condiciones de cada campaña.

De la uva al mosto: la fermentación.

Después de la recogida, las uvas llegan a la bodega para comenzar la transformación que las convertirá en vino. Primero, se separan las partes sólidas como los raspones para evitar sabores amargos, y luego se prensan para extraer el mosto, que es el jugo que contiene azúcar y otros compuestos esenciales.

La fermentación es la etapa mágica donde las levaduras transforman ese azúcar en alcohol y dióxido de carbono. Controlar la temperatura durante esta fase es muy importante para que el proceso sea lento y estable, lo que favorece que el vino desarrolle aromas complejos y equilibrados.

En la elaboración de vinos tintos, el mosto fermenta junto a las pieles para extraer color, taninos y aromas intensos. En los blancos, se suele separar rápidamente el jugo de la piel para mantener una mayor frescura y ligereza. Los vinos rosados, que están muy de moda, se hacen con un tiempo breve de contacto con las pieles, para obtener ese tono rosa y un perfil aromático intermedio.

Cabe destacar que durante esta fase se pueden aplicar técnicas especiales, como la fermentación en barricas o con levaduras seleccionadas, para conseguir características únicas que diferencien un vino de otro.

El reposo que da carácter.

Una vez terminada la fermentación, el vino aún no está listo para beberse, ya que necesita reposar para que sus sabores se integren, se suavicen los taninos y se desarrollen nuevos aromas que no aparecen al principio. Este reposo puede hacerse en depósitos de acero inoxidable, que conservan la frescura y el carácter original del vino, o en barricas de madera, que aportan matices especiales.

La madera, normalmente roble, añade notas de vainilla, coco, especias y tostados, además de conseguir que el vino respire poco a poco, lo cual mejora su estructura y suavidad. El tiempo que un vino pasa en barrica varía mucho según el estilo; algunos vinos jóvenes apenas pasan unas semanas, mientras que los reservas pueden permanecer años, adquiriendo una personalidad más compleja.

Durante esta fase, el enólogo hace un gran trabajo, ya que está pendiente de controlar la evolución del vino, realizando trasiegos y ajustes para evitar que se estropee y para potenciar lo mejor que puede ofrecer.

Así es: detrás de cada botella hay un equipo que trabaja con cariño. La labor del viticultor y el enólogo es tomar decisiones en cada fase, desde la poda hasta el embotellado, escuchando a la naturaleza y adaptándose a las condiciones de cada año.

Esta mezcla de ciencia y arte es lo que permite crear vinos únicos, que reflejan el lugar y el momento en que nacieron. El cuidado en el viñedo, la precisión en la bodega y la intuición para elegir cómo y cuándo intervenir hacen que el proceso sea algo vivo, que cambia y se adapta, pero que siempre busca la excelencia.

¡Hacer un buen vino no es cualquier cosa!

Abrir una botella es descubrir el resultado de un año de trabajo, de la tierra, del clima y de la mano del hombre. Cada sorbo es un viaje a ese viñedo, a esa parcela, a esa cosecha concreta que no se repetirá igual nunca más.

Conocer el proceso que hay detrás nos ayuda a disfrutar más el vino, a valorar cada matiz y a entender que el vino en sí es más que una bebida: es un producto lleno de vida y tradición, que une naturaleza y cultura en una experiencia única.

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